Capítulo III

 

La llave del trastero estaría adormilada en algún cajón remoto, así que se olvidó de la vajilla de su abuela y se dedicó a seguir los pasos planeados. Licuadora, manzana verde, espinaca fresca, medio limón, dos rodajitas de jengibre, una rama de apio y agua fría. Máxima potencia y un jugo verde que le caló las vísceras.


Por un momento dudó entre seguir una clase de yoga online o abrir los diarios y empaparse de una vez por todas de algún titular después de casi medio año sin asomarse apenas a las noticias. La manipulación mediática era otra de las cosas que enfurecía el ánimo de Katie. El nefasto negocio de la verdad, solía llamar a los noticieros centrales. Por eso prefería mantenerse ajena a ese mundo. Justamente por eso, en esta desescalada hacia la recuperación, en esta vuelta a su ser, le parecían más provechosas unas buenas asanas antes que la (arbitraria) sucesión de noticias del día.


-Es curiosa la memoria del cuerpo-, pensó-. Y algo caprichosa. Ojo. Tomo nota.


Hay veces que sucede una conexión entre cuerpo, mente y alma durante la práctica de yoga, pero a Katie sólo le ocurría a veces, no de manera espontánea, ni mucho menos, natural. Y aquel mediodía no lo lograría. Pero no importaba. La satisfacción que deja el tic junto a la acción saludable del día, no se la quitaba nadie.


Miró la única planta que habitaba su salón y de pronto sintió pena. Por la pobre planta de aspecto decrépito y por carácter transitivo, por sí misma. ¿Es que acaso la vulnerabilidad de ambas, en tanto seres vivos, la igualaba con su malograda plantita? Regarla, sin duda, le haría un gran favor. Y la regó.


La tarde transcurrió entre ese tipo de tareas. Tibia, serena, casi real.

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