Tal vez mañana

Cuando entró en la habitación, todavía palpitaba en su cabeza la posibilidad de esperar un poco más. Un eco de gritos desgarraba los párpados temblorosos, insomnes por fuerza mayor. Encendió la lámpara otra vez, otra vez la mancha de humedad en la pared gris y otra vez los gritos. Un zumbido, un portazo, una frenada en la calle, hubieran, acaso, aliviado el tormento. Pero nada.

Algo tenía que suceder. Y sin embargo se dejó arrastrar por la decidia, disfrazada de respiraciones sincopadas, de pensamientos nulos, blancos, intentos rústicos de prácticas orientales adaptadas a una necesidad desbordada. Y, sí: mejor esperar hasta mañana, que con la luz del sol, todo se aclara..., pensó confiada menos por la certeza del pensamiento que por la simpatía de la frase.

Un enredo de voces de pájaros se adelantó a la alarma del despertador. Salió de un sueño sinuoso pero compacto con dos minutos bajo el agua tibia del baño. Y poco después, la rueda reinició su giro de rigor. Malogró las últimas monedas en un taxi hediondo de aerosoles florales y la primera náusea coincidió con el primer semáforo rojo. Pasó tres avenidas hasta que las sombras perpendiculares que filtraban las ramas de unos árboles, le indicaron que era el lugar.

--En la esquina, está bien, por favor...
-- Muy bien, son 12,75, señorita.


Iba a ser complicado conseguir monedas. Lo sabía y sin embargo, no había dudado en pagarle justo al taxista, hasta los cinco centavos le había dado. Tal vez como agradecimiento implícito por aquel viaje silencioso, sin interrupciones con temas como el frío, la inflación o el fútbol. Esas cosas, a veces, merecen una compensación.

Cuando bajó, el portal le pareció más alto y más viejo de lo que lo recordaba. Claro que los detalles de las cosas en los sueños, siempre son distintos. Salvo su padre, todo lo demás, en sueños se deformaba, tomaba otro tamaño, color, sentido, hasta convertirse en otra cosa y a veces en otra persona. Menos su papá.

Pudo palpar el timbre, rodeado de telarañas, helado y erecto como si no lo hubieran necesitado en años. Disimuló un buen día con un vecina gorda que arrastraba un chango chillón y decolorido. Y entonces decidió dar una vuelta manzana. Conocer esa porción de suelo antes de arremeter. Como el matador que da un giro en la arena, antes de que salga el toro.

Las casas bajas y los comercios del barrio tenían un rasgo en común. Eran como hijos de una misma madre. Un aire familiar los enlazaba pobremente. Formas sencillas de una arquitectura modesta y funcional. Capas de pintura desmembrada que dejaban paso a viejos ocres.

Se dejó guiar por los aromas. La peluquería con sus tinturas, lacas y secadores, se anunciaba a dos casas de anticipación, en esa del jardín frondoso y con el nombre de Etelvina, forjado en hierro en la pared. Mucho antes de llegar a la carnicería, sabía que estaba allí. Hizo un alto en el café de la esquina. Un típico cafetín de principios de siglo (pasado), donde el trapo rejilla parecía casi una membrana despegada de las manos robustas del mozo.

Se sentó, tomó su café de a grandes sorbos, para no detenerse más de la cuenta (y porque realmente hubiera sido una amenaza para el paladar) y antes de pagar, esta vez sin cambio, fue hasta el baño. Los sanitarios sarrosos daban cuenta de años de historia y de olvidada limpieza. Intentó ahorrar cualquier aporte a ese innumerable historial, salvo el fisiológico inevitable, y se fue.

Cuando dio vuelta la esquina, observó que la sombra ya no filtraba igual entre los árboles. Avanzó hacia el portal y se dio cuenta de que alguien entreabría la puerta con un brazo. Contuvo la respiración y en menos de un minuto, estaba ahí, parada frente a la casa. Plomero o tal vez gasista, sería el hombre que le abrió, involuntariamente la puerta. Las quejas revoloteaban en el aire y el hombre (plomero o gasista, tal vez) perseguía un caño oxidado.

Media docena de puertas se sucedían a lo largo del pasillo. Frente a algunas de ellas, una maceta vieja, generalmente sin planta ya, enmarcaba la entrada. Algunas ventanas estaban tan sucias que apenas si se podía intuir un resplandor adentro. Aceleró el paso, por primera vez, y los latidos galoparon en su interior cuando vio que en la quinta puerta, la anteúltima de la fila, había un felpudo macizo.

Entró sin golpear. Y sin golpear salió.

Al parar el taxi en la esquina, pudo ver una mínima luz que se filtraba entre las ramas de los árboles. Era de mercurio. Fue después de la tercera avenida cuando la fetidez del tabaco rancio del taxi le disparó un sano recuerdo al abordado en la mañana.

Entró en la habitación, colgó el abrigo y apagó la lámpara, segura de que esa noche dormiría en paz.

Comentarios

Entradas populares