Malena (cap. I)

 

I

En el fondo, Dios es una simplificación.


Había pasado una pequeña eternidad entre el grito apurado de su madre y la sensación de Malena de no poder terminarse la leche. Desayunos a ritmo del reloj azul que su abuela le había regalado en su cumpleaños número doce. Siete minutos exactos era el tiempo ideal en el que podría liquidar el café con leche y la tostada con queso crema justo antes del siguiente grito de su madre que indicaba la hora de vestirse. Horrendo uniforme gris y bordó. Siempre lo detestó.


Más tarde entendería todo, o casi. Los gritos de mamá, las prisas, los desayunos insatisfechos, los días absurdamente consecutivos. Todo. O casi.

Y es que veinte años que suena tan redondo, tan pulido, tan límpido, es mucho tiempo. Y también nada, por no contradecir a Gardel.

Lo que daría yo por decirle que todo lo que tenía por delante era una ilusión, pero una tan grande que no le cabía en el pecho y estaba bien que no le cupiera. Cavilaba en el metro a medida que se acercaba a su estación, mientras hacía inventario mental de los pasos a seguir: móvil, tarjeta de transporte, chicle, mascarilla en su lugar y así…


La inspiración iba y venía, como la brisa. A veces como viento seco y caliente (del desierto) y otras como vendavales frescos, arrebatadores e inquietantes. La categoría de tifón todavía no la había alcanzado. Alguna que otra noche insomne se preguntaba cómo sería algo así. Y es que últimamente, digamos, desde hacía un par de años, tal vez, transcurría todo en una línea bastante uniforme, casi rectilínea. Y eso tampoco estaba mal, aunque…


Su parada era elegante, distorsionada por la basura aquí y allí que infelizmente la gente dejaba tirada, y sin querer o -peor aún- sin reparar en el horroroso daño estético, además de ambiental. Los adoquines casi lustrosos con arrugas de un gris perfecto, las vidrieras justas, guiadas por una exquisita distribución. Ni loterías, ni talleres de costura, ni comida grasienta. Aquello era otra cosa.


Cuando llegaba a la plaza grande solía recorrer la alfombra lila, obsequio de jacarandás y se instalaba en el banco más solitario de todos. Le acariciaba una brisa justa de frescor y aroma a flores. El contorno perfecto de las ramas contra el azul del cielo. Y si se esforzaba podía entrever el río a lo lejos. O adivinarlo.


-Malena, no te olvides la carpeta de dibujo.

-No ma, la tengo en la mochi.

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