Inquietudes vespertinas

Insignificancias que la convertían en el mejor ser humano por metro cuadrado y que tan sólo cinco minutos después la hundían en una desconsolada e ilimitada soledad de la que no podía rescatarla casi nadie. O nadie. Casi. 

 Cuando daban las 5 y todavía se podía atajar esa marea centrífuga de emociones, reciclaba unos mates mañaneros y se perdía en laberintos idílicos de mundos imposibles, de tan justos. 

 La pandemia había dejado sus estragos y ¡cómo no! Ese año y medio tan distinto en cada latitud pero igual de incierto, de loco y de mortal en el que el mundo se paró por la propagación de un virus. Los mercados enloquecieron, los animales tuvieron su momento de gloria y la humanidad se aquietó, encerrada en sus cuatro paredes. O 16, 32 tal vez, porque, lo dicho, el mundo y sus profundas asimetrías. 

 Pero la ansiedad y la depresión, ese par de trastornos (tan modernos ellos), se intensificaron y terminaron propagándose casi a igual velocidad que el mortal bicho al principio de esta historia. Y al mundo de hoy, le vamos sumando inflación y ya que estamos en modo lista, por qué no, voracidad entre lobos carroñeros con piel de cordero y tres cuentas de Instagram. Espejismos de benévola distopía que nos inventábamos por aquelllas largas horas de encierro... un nuevo comienzo, otra economía, y la naturaleza al poder. 

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