Relato imprevisto
Después se dio cuenta que cada día era nuevo. Pero fue demasiado
tarde. Ya el espejo le devolvía soledad y rasgos ajenos. Ya la calle
había enmudecido y ni siquiera los ruidos molestos formaban parte
del fluir cotidiano. Las horas, muertas, se perseguían y hasta
parecían todas la misma, insignificante hora.
Las tres de la tarde y
ese ronroneo que acaricia el alma, si no fuera por.. Las diez de la
noche y esa sed de abrazos, pero es que ya no… La mañana era otra
cosa. Se deshacía en probabilidades a punto de concretarse, justo
cuando se entrometía el mediodía, con su incontrastable vanidad.
Dejarse envolver por
el vaivén de la vela de vainilla le daba un vuelo olfativo (pero
vuelo al fin) interesante a la situación.
La viejita de la
taquilla del metro le inspiraba. Aquella señora, allá por sus
setenta muy avanzados, con el perfume siempre intacto, el labial
chillón pero correcto, las manos impolutas, con uñas de riguroso
rojo y el anillo de su hombre, aún empeñado en el anular izquierdo.
De modales correctos y mirada segura, la mujer se destacaba por la
puntualidad y una prolijidad casi eclesiástica detrás del vidrio de
la boletería.
Asumía, en cada
encuentro fortuito con la anciana, un propósito (seguramente
encubierto) de alguna fuerza superior. Todo pasa por algo. Hasta la
futilidad.
Habían inaugurado
una feria de antigüedades cerca del ático que habitaba. El olor a
viejo, a libros encimados, a tabaco de otro tiempo se le metía por
el ventanal sin encontrar resistencia de su lado. Enfrentaba la duda:
¿valdría la pena perderse por sus callecitas inundadas de turistas
curiosos, niños atolondrados y parejas melosas? Con lo bien que
estaba ella consigo misma. Mentira! Basta de engaños! Nublar la
razón, tapizarla de excusas baratas no le serviría esta vez. Se
acordó de la viejita, impecable detrás del cristal y se echó
encima el primer abrigo en busca de la calle.
El aspecto general
era gris. Sin importar el tono subido con el que había pretendido
destacar los labios. Un indescriptible rosa amarronado sutil pero
efectivo. La calle la sorprendió más por el colorido que por el
frío despiadado que traspasaba la barrera de textiles. Un mundo ahí
afuera. Inexplorado. Vertiginoso. Horrendo. Maravilloso.
El puesto de libros
antiguos le atrajo a primera vista. O a primer olfato, para mejor
decir. Aquel olor a papel viejo y humedad le recordaba
inevitablemente a la casa de sus abuelos y a su infancia. Hojeó
algunos ejemplares. La Ilíada le resultó –como siempre--
tentadora pero no se dejó convencer. En cambio, optó por una
edición de Mafalda de los sesenta. “Super vintage”, le
dijo la chica del puesto, detrás de sus decenas de piercings. Ella
le devolvió la sonrisa, al tiempo que le acercaba el billete, más
por cortesía que por empatía.
El recorrido siguió
sinuoso hacia adelante. En su mente, tejía intrincados pasadizos, al
tiempo que sus piernas avanzaban. Acaso la falta de rectitud del
mercadillo, o tal vez su incesante divagar. O ambos.
Sólo diez pasos
después se daría cuenta que esa simple elección de salir a la
calle, justo en ese momento, cambiaría su vida para siempre.
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